Yago, te confieso que la primera vez que oí caca, papá me tembló todo el cuerpo,
igual que cuando un profesor está mirando la lista de alumnos para ver a quien
preguntar y me agacho para que no me vea.
Estábamos comiendo los cuatro. Gael en su sillita blanca especial
para bebés comilones, mamá enfrente de mí y tú a mi izquierda con la mesa negra pegada a la pared y la puerta de la terraza, donde gael solía divertirse mirando a calma (nuestra gata) o jugando con la cortina al escondite. Fuimos al cuarto
baño y en ese trayecto de siete segundos se me pasó por la cabeza todo lo que
había oído que había que hacer en estos casos. Sin embargo, como es natural en
mí (o como algunas dicen… como mi lógica es distinta a la del resto del mundo),
decidí que fuera una experiencia totalmente nueva y me dejé llevar por lo que
requirieras de mí en cada momento.
Coloqué el adaptador para el váter morado con un hipopótamo
dibujado, te ayudé a subir, me aseguré de que tuvieras la colita apuntando para
dentro y esperé cerquita tuya a ver lo que me esperaba, qué nuevo me depararía la vida. Al poco, en tu primer apretón me dijiste me duele la barriguita y lo que me nació fue ponerte la mano en tu
cachete derecho. Te encorvaste para descansar sobre la palma de mi mano
mientras contábamos del uno al veinte en inglés y español. Luego te enseñé a
decir hi-po-pó-ta-mo. Incluso nos dio tiempo para aprender los colores de los
marcos de los espejos del baño. Todo fluyó mejor de lo imaginado. La mejor
prueba fue que la siguiente vez que oí caca,
papá pero no pude acompañarte, fue mamá y le pediste que te hiciera como yo
para que te doliera menos. Aunque no me veías, suspiré profundamente.
Las siguientes veces fuimos haciendo de ese momento caca,
papá algo maravilloso. Te acariciaba la espalda con una mano para relajarte
mientras en la otra posabas tu carita bonita y suave. Hacíamos planes de
futuro. Con dos y tres años el futuro era los próximos diez minutos. Cuando llegaba
el momento de limpiarse, decidías si lo hacía solo yo, una vez cada uno o solo
tú. Finalmente, llegaba el momento bidé. Tu carita entre mis rodillas, agüita a
veces fría y a veces tibia según te apeteciera y toalla para secarte el culete y que
pudieras salir corriendo al salón. Si se me olvidaba el paso del bidé me decías ay papá, que se te ha olvidado el segundo
paso.
Cuando exploramos nuevas experiencias, lo mejor es ser agua
y así pasar como en este caso, del miedo a lo desconocido al amor por lo
conocido. Aprendo tanto de ti…